El reloj avanza implacablemente, la lista de tareas crece, y el recordatorio de una entrega pendiente suena una vez más. Pero ahí estás, paralizado, haciendo cualquier cosa menos lo que realmente deberías estar haciendo. Este es el escenario familiar de la procrastinación, una trampa en la que todos caemos alguna vez.
Las investigaciones sobre las motivaciones detrás de estas conductas han determinado que es fundamental distinguir entre postergación y procrastinación (Ferrari, Johnson, & McCown, 1995). La postergación es el retraso intencional de una tarea para priorizar otra más productiva, sin causar malestar psicológico. En contraste, la procrastinación implica una dificultad persistente para empezar, desarrollar o finalizar una tarea, acompañada de inquietud y abatimiento, con consecuencias negativas a largo plazo. No todas las personas que aplazan tareas son procrastinadoras (Díaz-Morales, 2019).
Si consideramos que una actividad es inalcanzable, solemos evitar la incomodidad recurriendo a la diversión. Además, existe un aspecto cognitivo: cuando postergamos una tarea que creemos que nos tomará mucho tiempo, a menudo descubrimos que la preocupación por ella consume más tiempo que la tarea en sí.